sábado, 12 de octubre de 2013

Sueños (I). Feliz día de Expatria

A José, al Escritor Uruguayo, a mi Abuela

Con ocasión de la celebración del día de Expatria que, curiosamente, es el del Descubrimiento de América y el santo de mi abuela y de mi tía, me ha dado por pensar acerca de la que sorprendentemente tanta gente podemos llamar nuestra cultura. Algo de lo que realmente no me he venido a dar cuenta hasta acabar en esta ciudad oriental, que me ha enriquecido y me ha hecho agradecer la oportunidad de poder comunicarme tan fácilmente con personas aparentemente tan diferentes.

Aún recuerdo, tras la Jam Session de los domingos del Tommy Haus, el gigantesco edificio de forma fálica plantado en el centro de Santiago por un multimillonario alemán del que me hablaba el chileno, una comunidad muy presente en el extranjero como me contó el sueco moreno; o como mi amigo El Escritor Uruguayo agradecía que pudiésemos deleitarnos con esta lengua que tenemos en común y que cimienta algo tan básico para la supervivencia de nuestro espíritu como es la amistad.
A la amistad va dedicada esta entrada. Por ti, mi amigo Escritor Uruguayo, que tanto la cuidas; a América, a mi abuela que aprendió alemán cuando chica y a mi mejor amigo del colegio. Humanidad, a fin de cuentas, reflejada en un sueño.

Amistad


José Antonio y yo somos los mejores amigos, siempre vamos juntos a todas partes y esto incluye la gran noria del campo, la que rota sobre su propio eje. Esta noria es una especie de mezcla entre una gran noria y el típico saltamontes/HULK/canguro boxeador o el personaje que toque en cada feria.
Por ello le afectó, aunque yo no me di cuenta en ese momento, que aquella mañana subiese con José Luis. Él también subió con nosotros, pero esta vez en vez de hacerlo en uno de sus compartimentos iba agarrado a los ejes cerca del nuestro. Así que podía oírnos cantar nuestra felicidad pero, aunque yo no me diese cuenta en aquel momento borracho de música y júbilo, él no podía compartirla.
Así que esa tarde José Antonio faltó a clase. José Luis, mi gran amigo de aquel día*, y yo nos preguntábamos qué le habría pasado, algo nos llegó de que había tenido un pequeño accidente en casa. Al salir de la escuela y atravesando la plaza nos lo encontramos. Entramos juntos a los baños públicos y tuvimos curiosidad por su ausencia y pequeño accidente. En un principio se mostró reacio a contárnoslo pero al insistir terminó compartiendo su historia.

- Ha sido un pequeño accidente preparando la comida con mi madre, no me podía concentrar y no hacía nada bien.
- ¿Y eso, tío?
- Pues la verdad es que ha sido por vuestra culpa. Vuestra y de esa maldita canción que cantabais durante la noria. No me la podía quitar de la cabeza y me pone enfermo.
- Joder tío, no sabía…

Decidí dejarlo ahí, mirarle a los ojos y comprender lo que mi mejor amigo estaba tratando de decirme.
Al día siguiente era yo quien se subía a los ejes de la noria y, joder, no recomiendo la experiencia a nadie. Aunque recibía los gritos de júbilo de mis resguardados compañeros, cada segundo ahí encaramado era un sufrimiento: mi mundo se reducía a una barra de hierro a la que agarraría hasta el fin de los días. Apenas podía disfrutar de la espectacular visión a través del rabillo del ojo y, si lo he conseguido, ha sido porque algo quedó grabado y he podido luego disfrutarlo.
Al terminar la vuelta todos mis compañeros venían a frotarme la cabeza y darme muestras de cariño por esa acción kamikaze para deleite de nuestra comunidad, entre ellos José Antonio. Y ya caminábamos, de nuevo a la par, hablando de todo y de nada hacia un destino incierto.


*1. Y que ya lo sería para el resto de la vida. Él me dio El Abrazo del que algún día hablaré cuando tenga ropas a la altura con las que vestirlo.

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